Durante algunos meses en los que Ramsés cumplió con sus deberes de Virrey del Bajo Egipto, su santo padre enfermó más y más.Y se acercó el momento en que el señor de la eternidad, el que despierta alegría en los corazones, el monarca de Egipto y de todas las tierras que ilumina el sol, fue a ocupar su lugar entre sus respetables predecesores en las catacumbas que yacen más allá de la ciudad de Tebas.
El Poderoso, que daba la vida a los súbditos y tenía el poder de alejar a los maridos de sus esposas, todavía no era demasiado viejo, pero el reinado de treinta años lo cansó tanto que él mismo deseó reposar, volver a encontrar juventud y belleza en la tierra occidental donde los faraones, sin pesares, gobiernan eternamente a pueblos tan felices que nunca nadie quiere volver de allí.
Todavía medio año antes el santo jefe mismo realizaba los deberes de su puesto real sobre el que se basa la seguridad y felicidad de todo el mundo visible.
Por la mañana, justo antes del primer canto del gallo, cada día los sacerdotes despertaban al monarca por medio de un himno en honor del sol naciente. Entonces el Faraón se levantaba de la cama y se bañaba en una bañera de oro. Después se le frotaba el cuerpo con aceite carísimo mientras se murmuraba una oración para ahuyentar a los malos espíritus.
Así purificado e incensado, iba a la pequeña capilla, arrancaba de la puerta el sello de arcilla y entraba solo en el lugar sagrado donde sobre una cama de ébano reposaba la estatua milagrosa del dios Osiris. El dios poseía algo extraordinario: cada noche caían sus piernas, brazos y cabeza, cortadas una vez por el mal dios Set, pero después de la oración del Faraón cada miembro volvía a crecer sin ayuda de nadie.
Cuando Su Santidad se convencía de que Osiris estaba de nuevo sin defecto alguno, sacaba la estatua de la cama, la bañaba, la vestía con ropas caras, y sentándolo en un trono de malaquita, lo incensaba con perfumes. Esa era una ceremonia muy importante: si alguna vez los miembros de Osiris no hubieran crecido, eso sería signo de que un gran peligro amenazaba a Egipto, si no a todo el mundo.
Revivido y vestido el dios, Su Santidad dejaba la puerta de la capilla aierta para que a través de ella fluyese la bendición sobre todo el país. A la vez destinaba a los sacerdotes, que durante todo el día debían guardar la santidad, no tanto de la voluntad malvada de los hombres, como de su poca seriedad. A menudo ocurría que algún mortal inconsciente se aproximara demasiado al santo lugar y recibiese un golpe invisible que lo dejaba inconsciente, si no sin vida.
Tras el servicio, el señor rodeado de sus sacerdotes cantantes iba al gran comedor, donde estaba para él su sillón y su mesa pequeña, y otras diecinueve mesas ante diecinueve estatuas que representaban las diecinueve dinastías. Cuando el monarca se sentaba, entraban corriendo jóvenes de ambos sexos con platos de oro sobre los que había carne y pasteles con jarras de vino. El sacerdote que se ocupaba de la comida probaba del primer plato y jarra, que después de rodillas daba al Faraón; los otros platos y jarras se ponían ante las estatuas de los antecesores. Cuando el monarca había aplacado el hambre y dejado el salón, la comida destinada a los antecesores tenían derecho a comérsela los príncipes y sacerdotes.
Del comedor el señor iba al salón de la audiencia, de no menor tamaño. Allí caían ante él sobre su rostro los oficiales más altos del Estado y la familia más próxia; después el ministro Herhor, el Tesorero Mayor, el Juez Supremo y el Jefe Mayor de la policía le presentaban informes sobre asuntos del estado. La lectura era interrumpida por música y danza religiosas, mientras que se lanzaban sobre el trono coronas y ramos de flores.
Después de la audiencia, Su Santidad iba a un gabinete cercano para dormir algo. Después hacía ofrendas de vino e incienso a los dioses, y narraba a los sacerdotes sus sueños, de los que los sabios redactaban las órdenes más altas sobre los asuntos que debía decidir su Santidad.
Pero a veces, cuando no tenía sueños, o cuando las explicaciones no le parecían al Faraón exactas, Su Santidad sonreía bonachonamente y ordenaba actuar en el asunto de esta o de aquella manera. La orden era la ley que nadie podía cambiar, quizá sólo en la consecución de los detalles.
En las horas de la tarde Su Santidad, llevada en andas, se mostraba en el patio a su guardia fiel, y después subía a la terraza y observaba las cuatro partes de la tierra para enviarles su bendición. Entonces sobre la parte superior de los mástiles se colgaban banderas y sonaban trompetas potentes. Todos los que las oían en la ciudad o en el campo, egipcio o bárbaro, caían sobre su rostro para que sobre su cabeza fluyese parte del favor más alto. En esos momentos no se permitía pegarle a hombre ni a bestia: el palo levantado sobre la espalada incluso debía bajarse. Si un criminal condenado a muerte pudiese demostrar que se le leía el veredicto en el momento de la aparición del señor del cielo y la tierra, se disminuiría su castigo. Porque ante el Faraón pasa la fuerza, y después el perdón.
Una vez contentado el pueblo, el amo de todo lo que hay bajo el sol paseaba por sus jardines, entre palmeras e higueras salvajes; allí quedaba más tiempo, allí le honraban sus mujeres, y jugaban ante él los niños de su casa. Si alguno atraía su atención por su belleza y habilidad, entonces le llamaba y le preguntaba:
—¿Quién eres, mi pequeño?
—Yo soy el príncipe Binotris, hijo de Su Santidad, —respondía el muchacho.
—¿Cómo se llama tu madre?
—Mi madre es la señora Ameses, mujer de Su Santidad.
—¿Qué sabes?
—Sé calcular hasta diez y escribir: "¡Que viva eternamente nuestro padre y dios, el santo Faraón Ramsés!"
El señor de la eternidad sonreía cordialmente y con su mano delicada, casi diáfana, tocó la cabeza cuidada del valiente muchacho. Entonces el niño se convirtía en príncipe de verdad, mientras Su Santidad seguía sonriendo enigmáticamente.
Porque al que tocaba la mano divina no podía encontrar el fracaso en la vida y debía ser elevado sobre los demás.
Para almorzar, Su Santidad iba a otro comedor y compartía sus alimentos con los dioses de cada nomo1 de Egipto, cuyas estatuas se erguían contra las paredes. Lo que no se comían os dioses lo recibían los sacerdotes y los altos dignatarios de la corte.
Antes de la tarde Su Santidad aceptaba la visita de la reina Nikotris, madre del heredero, veía las danzas y escuchaba el concierto. Después de nuevo volvía a bañarse y, purificado, entraba en la capilla de Osiris para desnudar y acostar en la cama al dios milagroso. Una vez realizado eso, sellaba la puerta de la capilla y rodeado de la procesión de los sacerdotes, iba a su dormitorio En la habitación contigua hasta que el Sol saliese rezaban los sacerdotes por el alma del Faraón, que mientras dormía se encontraba entre los dioses.
Entonces le presentaban las peticiones de la solución de los asuntos de estado actuales, de la protección de las fronteras de Egipto y de las tumbas de los reyes para que ningún ladrón se atreviese a entrar allí e interrumpir el reposo eterno de los poderosos gloriosos. Pero las oraciones sacerdotales, quizá por el cansancio nocturno, no siempre eran eficaces: los problemas del estado crecían, y se robaba en las sagradas tumbas no sólo objetos caros, sino incluso las momias de los faraones.
Esto era resultado de la hospitalidad en el país de diversos extranjeros e idólatras, de los que el pueblo había aprendido el desagrado por los dioses egipcios y los lugares sagrados.
El descanso del señor de los señores se interrumpía una vez por la noche. En esta hora los astrólogos despertaban a Su Santidad y le informaban en qué fase está la Luna, qué planetas brillan sobre el horizonte, qué constelación atraviesa el meridiano o si no ocurría nada extraordinario. Porque alguna vez aparecían nubes, las estrellas eran menos numerosas de lo normal, o volaban sobre la terra globos de fuego.
El señor escuchaba el informe de los astrólogos, en caso de algún fenómeno extraordinario los tranquilizaba con la seguridad del mundo y ordenaba tomar nota de todas las observaciones en tabletas especiales que cada mes se enviaban a los sacerdotes del templo de la Esfinge, los mayores sabios que poseía Egipto. Sacaban conclusiones de las tabletas, pero las más importantes no se las comunicaban a nadie, quizá sólo a sus colegas caldeos en Babilonia.
Después de medianoche el Faraón ya podía dormir hasta el canto matinal de los gallos, si quería.
Semejante vida piadosa y trabajadora llevaba el buen dios, dador de protección, vida y salud, día y noche guardando la tierra y el cielo, el mundo visible y el invisible. Pero desde la mitad de aquel año el el alma del eterno viviente cada vez más se cansaba más de los asuntos terrenales y de su concha corporal. Había días en que no comía nada, y noches no dormía. A veces durante la audiencia sobre su cara quieta aparecían signos de profundo dolor, muy a menudo, cada vez con mayor frecuencia, se desmayaba.
La reina Nikotris horrorizada, el noble Herhor, y los sacerdotes muchas veces preguntaron a su jefe qué le ocurría. Pero el señor levantaba los hombros en silencio, siempre llevando a cabo sus deberes agotadores.
Entonces los médicos de la corte comenzaban a darle de modo discreto los remedios más fuertes para revitalizarlo. Se mezclaba en su vino ceniza de caballo y buey, después de león, rinoceronte y elefante; pero los remedios potentes no tenían ninguna eficacia. Su Santidad se desmayaba con tanta frecuencia, que se dejó de darle informes.
Un día Herhor, la Reina y los sacerdotes le suplicaron al señor que les permitiese examinar su cuerpo divino. El señor consintió los médicos lo auscultaron y palparon, pero fuera de su gran delgadez no encontraron ningún síntoma peligroso.
—¿Que siente Su Santidad?, —preguntó finalmente el médico más sabio.
El Faraón sonrió.
—Siento, —respondió, —que ya es la hora de que vuelva con mi padre solar.
—Eso Su Santidad no puede hacer sin gran perjuicio para vuestros pueblos, —rápidamente terció Herhor.
—Os dejo a mi hijo Ramsés, que es un león y un águila en una sola persona, —respondió el señor. —Y en verdad si le obedecéis, preparará a Egipto una suerte de la que nunca se oyó desde el comienzo del mundo.
El santo Herhor y los demás sacerdotes temblaron ante esa promesa. Sabían que el heredero era un león y águila en una sola persona, y que le deberán obedecer. Pero preferirían tener más años a este señor favorable cuyo corazón, lleno de compasión, era casi como el viento del norte, que trae la lluvia a los campos y refresca a los hombres.Y por eso todos, como un solo hombre, cayeron a tierra y gimiendo yacieron sobre su vientre hasta que el Faraón consintió en someterse al tratamiento. Entonces los médicos le hicieron pasar todo el día en el jardín, entre los árboles puntiagudos, lo alimentaron con carne troceada, le dieron a beber caldos fuertes, leche y vino viejo. Los remedios nutritivos reforzaron a Su Santidad durante una semana aproximadamente, pero de nuevo vino la debilidad, y para vencerla se obigó al señor a beber sangre fresca de buey, procedente de Apis.
Pero la sangre tampoco ayudó mucho, y se tuvo que pedir consejo al sacerdote principal del dios malvado Set.
Ante el temor general entró el triste sacerdote, echó una mirada a Su Santidad y aconsejó un remedio terrible.
—Se debe —dijo —dar al Faraón sangre de niño inocente, todos los días una copa.
Los sacerdotes y altos dignatarios, que atestaban la habitación, enmudecieron tras este consejo. Después comenzaron a murmurar que para eso serían mejor los niños de los campesinos, pues los hijos de los sacerdotes y altos dignatarios pierden la inocencia ya desde la cuna.
—Es indiferente de quién sean los niños —respondió el sacerdote cruel —siempre y cuando Su Santidad beba todos los días sangre fresca.
El señor, acostado en la cama y con los ojos cerrados, oyó el consejo sangriento y los murmullos de los cortesanos. Y cuando uno de los médicos, cobarde, preguntó a Herhor si se podía ocupar alguien de buscar a los niños adecuados, el Faraón volvió en sí. Fijó sus ojos sabios en los presentes y dijo:
—El cocodrilo no se come a sus hijos, el chacal y la hiena dan la vida para salvar a sus hijos, ¿y yo bebería la sangre de los niños egipcios, que son mis hijos? ¡En verdad yo nunca supondría que se me aconsejara ese remdio tan innoble!
El sacerdote del malvado dios cayó sobre su rostro, aclarando que la sangre de los niños nunca nadie había bebido en Egipto, pero que las potencias infernales pueden así devolver la salud. Ese remedio al menos se usaba en Fenicia y Asiria.
—Vergüenza —respondió el Faraón —en el palacio de los poderosos egipcios hablar de esos asuntos abominables. ¿No sabes que los fenicios y los asirios son bárbaros ignorantes?
»Pero entre nosotros ni siquiera el campesino más ignorante creería que la sangre vertida injustamente puede ser útil para nadie.
Así habló El Igual a los inmortales. Los cortesanos se cubrieron el rostro, rojo de vergüenza, y el sacerdote de Set salió de la habitación en silencio.
Entonces Herhor, para salvar la vida agonizante del monarca, usó el último remedio y le dijo al Faraón que en el tempolo de Tebas se oculta el caldeo Beroes, el sacerdote más sabio de Babilonia y poderoso milagrero.
—Por vuestra santidad —dijo Herhor —es un extranjero y no tiene derecho a dar consejos importantes a nuestro señor. Pero permite, rey, que te vea, pues estoy seguro de que encontrará un remedio contra tu enfermedad, y en ningún caso ofenderá tu piedad con palabras blasfemas.
También esta vez el Faraón cedió al deseo de su fiel servidor. Y tras dos días, llamado de modo secreto, llegó Beroes a Menfis.
El sabio caldeo, sin apenas mirar con detalle al Faraón, dio el consejo siguiente:
—Se debe encontrar en Egipto a un hombre cuyas oraciones lleguen al trono del Más Alto. Y cundo rece sinceramente por el Faraón, el monarca recuperará la salud y vivirá largos años.
En cuanto oyó estas palabras, el señor miró a la masa de sacerdotes que le rodeaba y dijo:
―Veo aquí a tantos varones santos, que si cualquiera de ellos me cuida, estaré sano...
Y sonrió ligeramente.
―Todos nosotros somos sólo hombres —dijo el santo Beroes —y nuestras almas no siempre se pueden alzar hasta los pies del Eterno. Pero daré a vuestra santidad un remedio fiable para encontrar al hombre que ora sincera y eficazmente.
—Bien, encuéntralo para que se haga mi amigo en la última hora de mi vida.
Tras la respuesta favorable del señor, el caldeo exigió una habitación donde no se hubiera alojado nadie y que tuviese sólo una puerta. Y en el msmo día, una hora antes de la puesta del Sol, ordenó que llevasen allí a Su Santidad.
En la hora destinada cuatro altos sacerdotes vistieron al Faraón con una bata nueva de lino, le dijeron una gran oracion que ciertamente le liberó de las malas fuerzas y tras sentarlo en una silla sencilla de cedro llevaron al señor a la habitación vacía donde había sólo una mesa pequeña.
Allí estaba Beroes, rezando vuelto al oriente.
Cuando los sacerdotes salieron, el caldeo cerró la pesada puerta de la habitación, su puso sobre los hombros una bufanda púrpura, y sobre la mesa ante el Faraón puso un globo negro de vidrio. En la mano izquierda empuñaba un afilado puñal de acero babilonio, en la derecha un bastón cubierto de signos misteriosos con el que dibujó en el aire un círculo a su alrededor, de sí mismo y del Faraón. Después, volviéndose hacia cada una de las cuatro partes del mundo, murmuró:
Se interrumpió y se volvió al Faraón:
―Mer-amen-Ramsés, Gran Sacerdote de Amón, ¿ves en el globo una brasa?
—Veo una brasa blanca que parece moverse, como abeja sobre flor...
―Mer-amen-Ramés, observa la brasa y no quites de ella los ojos... No mires ni a la derecha ni a la izquierda, a ningún lado no importa qué aparezca de ellos.
Y de nuevo murmuró:
En ese momento el Faraón tembló de horror.
―Mer-amen-Ramés, ¿qué ves? —preguntó el caldeo.
—De detrás del globo mira una cabeza terrible..., sus pelos amarillos como el fuego están de punta, su cara es verde..., las pupilas están vueltas hacia abajo, se ve sólo lo blanco de los ojos..., la boca está abierta de par en par, como si fuera a gritar.
―Eso es el Terror —dijo Beroes y giró sobre el globo la punta del puñal.
De pronto el Faraón se dobló hacia la tierra.
―¡Suficiente! —gritó —¿por qué me atormentas así? El cuerpo cansado quiere reposar, el alma volar a la tierra de la luz eterna... Y tú no sólo no me permites morir, sino que incluso piensas nuevos tormentos... ¡Ah! No quiero.
―¿Qué ves?
―Del techo en todo momento bajan como dos pies de araña, terribles.
Gruesos como palmeras, cubiertas de pelo, acabadas en gancho. Siento que sobre mi cabeza cuelga una araña enorme que teje a mi alrededor una red de enormes amarres de barco...
Beroes giró el puñal hacia arriba.
―Mer-amen-Ramsés ―dijo ―mira sin parar al fuego y no vuelvas los ojos hacia los lados.
En ese momento sobre el rostro del Faraón apareció una sonrisa tranquila.
―Me parece —dijo El Señor —que veo Egipto..., todo Egipto... Sí, es el Nilo, el desierto. Aquí Memfis, allí Tebas...
Efectivamente, veía Egipto, pero no más grande que el paseo del jardín de palacio. El cuadro extraño tenía no obstante la propiedad de que si el Faraón se fijaba en un punto, este se agrandaba casi hasta su tamaño natural.
El sol bajaba vertiendo sobre la tierra su luz de oro y púrpura. Los pájaros diurnos se preparaban para dormir, y los nocturnos se despertaban en los escondites. En el desierto bostezaban las hienas y los chacales, y el león somnoliento estiraba sus miembros poderosos, preparándose para perseguir a su presa.
El pescador del Nilo con presteza sacaba las redes, los grandes barcos de transporte atracaban. El cansado campesino quitaba de la grúa el balde por el que durante todo el día había sacado agua. En las ciudades se encendían las luces, en los templos los sacerdotes se reunían para las oraciones vesertinas. Sobre los caminos se posaba el polvo, y se callaba el chirrido de las ruedas de los vehículos. De lo alto de los mástiles sonaban voces quejumbrosas que llamaban al pueblo a la oración.
Tras un momento el Faraón notó con asombro un grupo de pájaros de plata que pendían del aire sobre la tierra. Venían de los templos, palacios, fábricas, barcos, casas del campo, hasta de las minas. Al principio todos iban deprisa como flechas, pero pronto se reunieron bajo el cielo con otro pájaro de alas de plata que les cerraba el paso, les golpeaba con toda fuerza, y caían sin vida sobre la tierra.
Eso eran las oraciones humanas inoportunas que estorbaban al otro que se levantase hasta el trono del Eterno...
El Faraón escuchaba con atención. Al principio le llegaba sólo el murmullo de las alas, pero pronto ya pudo distinguir las palabras.
Y oyó a un enfermo que oraba por su curación, y a la vez al médico, que pedía que el paciente estuviera enfermo cuanto más tiempo mejor. El amo pedía a Amón que le guardase su grano y establo; el ladrón extendía las manos al cielo para que pudiese llevarse las vacas ajenas y llenar los sacos del grano ajeno. Sus oraciones se tocaban, como piedras lanzadas por un arma. Un emigrante en el desierto caía sobre la arena pidiendo el viento del norte, que le trajese una gota de agua; el marinero golpeaba la cubierta con la frente para que los vientos de oriente soplasen aún una semana más. El campesino quería que al punto se secasen los charcos después de la inundación; el pobre pescador exigía que los charcos no se secasen nunca.
Sus oraciones se rompían entre sí y no llegaban a los divinos oídos de Amón.
El ruido más fuerte regía en las minas de piedra, donde los criminales encadenados hendían las piedras con cuñas empapadas de agua. Allí el grupo diurno de trabajadores suplicaba la noche para irse a dormir; los trabajadores del grupo nocturno, despertados por los guardias, se golpeaban el peso suplicando que nunca se fuese el sol. Allí los comerciantes que compraban las piedras cortadas y cuadradas pedían que en las minas hubiese el número mayor de criminales, y los proveedores de comida yacían sobre el vientre suspirando que una epidemia acabase con los rabajadores e hiciese posible que los proveedores tuviesen un beneficio más alto.
Las preces de los que estaban en las minas tampoco llegaban al cielo.
Sobre la frontera occidental el Faraón veía dos ejércitos preparándose para la batalla. ambos yacían sobre la arena suplicando a Amón que exterminase al enemigo. Los libios deseaban la vergüenza y muerte de los egipcios; los egipcios lanzaban maldiciones sobre los libios.
Las oraciones de unos y otro como dos halcones batallaban sobre la tierra y caían en el desierto. Amón no los notaba.
Y dondequiera que el Faraón volviese su cansada pupila, veía lo mismo. Los campesinos rezaban por el reposo y disminución de los impuestos; los escribas, que crecieran los impuestos y que nunca se acabase el trabajo. Los sacerdotes pedían a Amón más larga vida para Ramsés XII y el exterminio de los fenicios, que les estorbaban las operaciones financieras; los jefes de distrito invocaban al dios para que conservase a los fenicios y cuanto antes permitiese subir al trono a Ramsés XIII, porque controlará el absolutismo de los sacerdotes. Los leones, chacales e hienas aullaban de hambre y deseo de sangre fresca; los ciervos, corzos y liebres con temor dejaban sus madrigueras soñando conservar su vida miserable aún otro día. La experiencia no obstante les decía que también esta noche deben perecer unas decenas para que no mueran los depredadores.
Y así en todo el mundo regía la discordia. Cada uno deseaba lo que llenaba al otro de temor; cada uno pedía su propia felicidad sin preguntarse si eso contrariaba al prójimo.
Por eso sus oraciones, aunque parecían pájaros de plata que volaban en el cielo, no llegan a su objetivo. Y el divino Amón, al que no se levantaba ninguna voz de la tierra, apoyando la mano en la rodilla, cada vez más profundizaba en la consideración de la propia divinidad y sobre la tierra cada vez más regía la fuerza ciega y el azar.
De pronto el Faraón oyó una voz de mujer.
—Pilluelo, canalla, vuelve a casa, ya es hora de rezar.
—¡Ya, ya!, —respondía la voz de un niño.
El monarca miró allí y vio la miserable casa de adobe del escriba que guardaba a los brutos. El dueño, al brillo del sol poniente, escribía en su registro, su esposa machacaba con una piedra trigo para hacer una torta, y ante la casa, como si fuera un cabrito joven, corría y saltaba un niño de seis años, riéndose cualquiera sabe de qué.
Sin duda le embriagaba el aire vespertino oloroso.
—¡Pilluelo, ven ya a rezar! —repitió la mujer.
―¡Ya voy!
Y seguía corriendo y riendo como un loco.
Finalmente la madre, viendo que el sol comenzaba a sumergirse en las arenas del desierto, dejó a un lado la piedra y saliendo al patio cogió al niño danzante como a un caballo. Él se opuso, pero fialmente cedió a la fuerza mayor. La madre, tirando de él lo metió en la casa, lo sentó sobre el suelo y le tenía cogido de la mano para que no se fuera.
―No te muevas, —le dijo —cruza las pernas y siéntate derecho, cógete de las manos y levanta al cielo... ¡Ah, niño malo!
El niño sabía que no iba a evitar la oración, así que para volver a correr al patio pronto volvió piadosamente los ojos y las manos al cielo y con voz baja y llorosa rezó sin aliento:
―Te doy gracias, buen dios Amón, porque has guardado hoy a papá de sucesos desgraciados, y a mamá le diste trigo para las tortas... ¿Y qué más? Porque creaste el cielo y la tierra y enviaste el Nilo, que nos trae pan. ¿Y qué más..? ¡Ah, ya sé! Te doy las gracias porque es tan bonito eso de ahí fuera, donde crecen las flores, cantan los pájaros y las palmeras, que dan dátiles dulces. Y por todo lo bueno que nos has dado, todos te amen como yo y te alaben mejor que yo, porque todavia soy pequeño y no me han enseñado la sabiduría. Ya está bien...
―¡Niño malo! —murmuró el escriba, inclinado sobre su registro. —Niño malo, honras a Amón con descuido.
Pero el Faraón en el globo milagroso veía otra cosa diferente. La oración del niño travieso, como una alondra se levantó hacia el cielo, y aleteando subía cada vez más, hasta el trono donde el eterno Amón, con las manos en las rodillas, estaba inmerso en la consideración de su omnipotencia.
Después se elevó aún más, hasta la cabeza del dios, y cantó para él con voz infantil:
A esas palabras el dios inmerso en sí mismo abrió los ojos, y cayó de ellos sur el mundo un rayo de felicidad. De la tierra hasta el cielo reinó un silencio sin límites. Cada dolor, cada temor, cada injusticia, cesaron. La siseante flecha quedó colgando del aire, el león detuvo su salto hacia la cierva, el palo alzado no cayó sobre la espalda del esclavo. El enfermo se olvidó del sufrimiento, el vagabundo en el desierto del hambre, el prisionero de las cadenas. Se aquietó el ventarrón y se detuvo la ola presta a hundir el barco. Y sobre toda la tierra rigió tanta tranquilidad, que el sol ya oculto tras el horizonte de nuevo levantó su cabeza radiante.
El Faraón recobró el conocimiento. Vio antes sí la mesita sobre la que el globo negro, y al lado al caldeo Beroes.
―Mer-amen-Ramsés ―preguntó el pastor —¿encontraste al hombre cuya oración llega a los pies del Eterno?
—Sí —respondió el Faraón.
—¿Es un príncipe, un caballero, un profeta, o quizá un simple ermitaño?
—Es un niño pequeño, de seis años, que no pidió nada a Amón, sino que le dio las gracias por todo.
—¿Sabes dónde vive?
—Lo sé —respondió el Faraón —pero no quiero robar para mí el poder de sus oraciones. El mundo, Beroes, es un enorme remolino al que han arrojado a los hombres, como la arena, y les arroja la desgracia. Y el niño da a los hombres lo que ellos no pueden dar: un pequeño momento de olvido y tranquilidad. El olvido y la tranquilidad, ¿comprendes, caldeo?
Beroes guardó silencio.