Se me pide que dé testimonio de un hecho y, aunque ello me resulte molesto la locura es una enfermedad vergonzosa he decidido hacerlo, mecido en mi delirio, por la dulce ilusión de que ello podría ser útil.
Yo estoy loco. Como buen número de mis congéneres, no me doy cuenta en absoluto: mi manera de ser me parece coherente y pega muy bien con la realidad. Pero el veredicto de las gentes sanas de espíritu es prácticamente unánime: yo no puedo, pues, más que inclinarme.
Ello comenzó en mi infancia: yo aprendí el Esperanto. Esta lengua me pareció tan atractiva, divertida, maravillosa, que muy pronto llegué a dominarla (no es un récord: cualquier persona víctima del mismo mal llega al mismo resultado en el mismo plazo). Los primeros años yo no me di cuenta de nada, pero un día, traduciendo en clase un texto griego, nos tropezamos con una forma verbal rara y dije al profesor: ¿es quizá un interrogativo-imperativo? El venerable maestro me explicó pacientemente que yo mezclaba dos nociones contradictorias y que mi hipótesis era absurda. Yo repliqué: pero eso existe en Esperanto, donde es totalmente corriente decir Kien ni iru?, lo que no tiene equivalente en francés. Ni iru significa ¡vamos! (imperativo, primera persona del plural) y kien, " en qué dirección, a dónde". Si se puede decir vayamos allí, allons-y, ¿por qué no se dice vayamos a dónde, allons-oú? El profesor me puso en mi lugar, explicando que el Esperanto no era más que un código sin vida la cual no era posible pedir explicaciones válidas para las otras lenguas.
Al año siguiente conté a unos camaradas, en presencia de un profesor, una conversación que se había desarrollado en Esperanto. El profesor intervino: vamos, no seas jactancioso. El Esperanto no es una lengua; se le puede vagamente escribir, pero no se le podría hablar.
Fue entonces cuando comencé a tener conciencia de mi estado. Si gentes simpáticas, inteligentes, honestas, instruidas, a quienes espontáneamente respetaba (tuve la suerte de tener muy buenos profesores) eran unánimes en demostrar que mi experiencia era falsa, es que lo era. La conclusión se imponía: yo deliraba.
Semejante delirio tiene toda clase de consecuencias molestas. Un día que, en la escuela primaria, dije bajar abajo, el maestro me hizo notar: se dice simplemente bajar, porque eso basta. Cuando deduje que se debía decir viejo mujer, para evitar repetir en el adjetivo la noción de feminidad, implícita en la palabra mujer, se me dijo que yo era un impertinente. Esto nos ocurre con frecuencia a nosotros los enfermos mentales: se toma por maldad lo que no es sino patología...
Pero, en conjunto, mi enfermedad mental tenía más ventajas que inconvenientes para un alumno medianamente dotado como yo. El Esperanto me ha dado todo a lo largo de mi escolaridad, una ventaja sobre mis camaradas que nunca perdí. Conocía muchas cosas de geografía, porque me escribía en Esperanto con niños del mundo entero y porque mis lecturas eran internacionales. Conocía una base de raíces germánicas que había asimilado fácilmente. Para un europeo que aborda el Esperanto, las palabras desconocidas se encuentran siempre situadas en un conjunto que contiene una cierta proporción de palabras familiares: nunca se trata de una masa totalmente extraña a atacar. Consideremos unas palabras muy corrientes como nokto = noche, domo = casa, pluvo= lluvia. el francófono o el hispanófono tiene que aprender dos raíces (de las cuales una puede ser, según la edad y la extensión del léxico personal, parcialmente conocida por derivados como domicilio): el inglés dos raíces y el eslavo otras dos raíces (casa se dice en ruso dom, y en polaco y checo dum).
Además, había adquirido un sólido núcleo de raíces latinas que me ayudaron mucho a asimilar el vocabulario francés. Cuando encontré por primera vez la palabra simiesco, la comprendí en seguida: simio quiere decir mono en Esperanto. Cuando se me habló del nervio krural, lo asocié inmediatamente a la palabra corriente que designa la pierna en la lengua de Zamenhof: kruro. Y como, para mí, la cabeza es kapo, no tuve ninguna dificultad en ver lo que tenía de común la familia decapitar, capitán, capital.
En mi locura, siempre imaginé que había una relación estrecha entre el lenguaje y el pensamiento, es decir, que el lenguaje era una herramienta que ayudaba a pensar. Cosa curiosa, esta visión patológica me fue confirmada cuando hice estudios de psicología. De cualquier modo, tuve siempre la impresión de que el hecho de aprender en la infancia una lengua que se ajuste con facilidad a todos los conductos del pensamiento era un triunfo nada despreciable. Subrayo en la infancia, porque me parece que los que contraen la enfermedad en la edad adulta están demasiado acostumbrados a fundir su pensamiento en los moldes rígidos de su lengua materna. Este punto es un detalle que debería comprobarse. Pero la cuestión que nos interesa aquí es de saber porqué el Esperanto sigue mejor que otra lengua el movimiento del espíritu pensante. La respuesta es fácil: porque respeta, sin ninguna excepción, la principal de las leyes psicolingüísticas: la de la asimilación generalizadora.
Un niño de seis años que conozco dijo en la misma semana florero en lugar de florista, y periodiquero por periodista. ¿Por qué? Porque había asimilado espontáneamente el sufijo -ero de la serie carnicero, panadero, relojero, zapatero..., y lo generalizaba inmediatamente. Y este niño de 12 años a quien pongo una gota de medicamento en su ojo inflamado y que me dice ¿Es que va a desenrojecerse enseguida? no hace más que seguir la ley de la asimilación generalizadora..., y ¡pecar contra la lengua! Es que todas las lenguas nacionales son unas dictadoras que exigen obediencia en detrimiento de la espontaneidad y de las necesidades de la comunicación. No existe más que el Esperanto del que se pueda decir: la lengua está hecha para el hombre, y no el hombre para la lengua.
Algunos encuentran fácil el inglés. Es que las personas sanas de espíritu carecen de puntos de referencia. Un pobre loco como yo no comprende lo que la comunicación gana en la obligación de decir East Africa, y sin embargo Eastern Europe, injustice, pero unjust; I ski, I bicycle, pero no I car (mientras que en Esperanto no hay problema: skio= eski, mi skias= yo eskío; biciklo= bicicleta, mi biciklas= yo voy en bicicleta; aŭto= automóvil, mi aŭtas= yo voy en automóvil).
En una lengua donde la asimilación generalizadora no es inhibida por ninguna excepción, sino al contrario animada per toda la estructura lingüística, el sujeto pensante experimenta una sensación de libertad extraordinaria. Ninguna camisa de fuerza. Cuando persigue una idea, las palabras están allí para servirle.
Imagine que conduce una reflexión sobre los sentimientos y la estructura familiar. Puede hablar de un sentimiento paternal, maternal, fraternal, amigable..., pero llegamos al tío... En Esperanto formamos un adjetivo reemplazando la -o final del substantivo o la -i del infinitivo por la terminación -a. Si patro= padre, y frato= hermano, no es necesario memorizar paterno y fraterno: se les forma así: patra, frata. El sentimiento que un tío experimenta por un sobrino tiene algo de muy particular, muy diferenciado en relación con el sentimiento paterno o amical. En Esperanto no hay necesidad de reflexionar: onkla sento es la expresión que necesita. En Esperanto, abuelo= avo, y el adjetivo correspondiente es, por supuesto, ava. Reemplace -a por -e y ya tiene el adverbio.
Cierto que la lengua francesa y las otras lenguas nacionales son ricas y bellas, ellas merecen nuestro amor y nuestro respeto. Pero mi espíritu enfermo quisiera asignarles su puesto. El que no conoce un dialecto pierde toda una atmósfera íntima, puramente regional que tiene un valor muy grande porque nos ata a nuestras raíces locales. Pero el que no habla más que un dialecto y ninguna lengua nacional pierde una cantidad enorme de riquezas culturales, de matices y de posibilidades de contacto. ¿No hay ahí una relación equivalente entre la lengua nacional y la lengua internacional? Sin duda es necesario estar loco para desear lo que preconizo: que un día cada humano posea realmente tres medios de comunicación lingüística: el dialecto, la lengua nacional y el Esperanto, que correspondan a sus tres niveles de pertenencia, a tres patriotismos que, lejos de oponerse, deberían integrarse los unos en los otros.
Mis corresponsales esperantistas han representado un gran papel en mi adolescencia. A los 14 años tenía uno chino y otro japonés con quienes intercambiaba cartas extremadamente interesantes en Esperanto. Ellos me dieron mi gusto por la cultura asiática y nunca diré suficientemente el enriquecimiento cultural que ello supuso para mí. Si más tarde obtuve un título de lengua china, se debió en gran parte a mi amigo esperantófono, Er Tungguo.
Yo tenía también corresponsales en Argentina, Australia, Suecia, Bulgaria. Uno de mis hermanos fue contagiado (la enfermedad es contagiosa) y él también tuvo correspondencia con esperantistas de diversos países. Teníamos unos 25 años, cuando la Checoslovaquia de la postguerra abrió sus fronteras al turismo. Mi hermano y yo partimos en el primer grupo de viajeros. No olvidaré nunca la calurosa acogida que nos reservó un grupo de esperantófonos de nuestra edad reunidos por el corresponsal de mi hermano. Los otros turistas de nuestro grupo, gentes sanas de espíritu, no tuvieron ningún contacto con la población local. Mi hermano y yo aprendimos sobre la verdadera vida checoslovaca más que todo el grupo reunido, gracias a aquellas innumerables conversaciones directas, espontáneas, sin esfuerzo y sin intérprete, con las gentes del pueblo.
Pero, ¿qué digo? Mi delirio no me abandona. Es evidente que todo eso no es más que una ilusión. Yo no pude counicarme, puesto que el Esperanto no es una verdadera lengua. Es una utopía, se me ha repetido, las gentes de pueblos diferentes hablarán una lengua internacional cada uno a su manera, según sus estructuras gramaticales, su acento, su semántica, y nunca llegarán a comprenderse. Con mi espíritu débil, no veo por qué un turco y un argentino que se hablan en inglés pueden sin embargo comunicarse en dicha lengua., mucho más difícil de pronunciar y manejar que el Esperanto. Pero, ¿qué puedo contestar? ¡Saben tanto más que yo! Porque es ésa la gran característica de las gentes sanas de espíritu: no les hace falta experiencia para saber.
Un lingüista célebre que nunca aprendió Esperanto, ¿no afirmó que esta lengua podía rendir algunos servicios a nivel de la vida cotidiana, pero que no podría servir para una comunicación en sentido pleno en los dominios científico, filosófico, político o literario? He asistido a numerosos intercambios científicos en Esperanto, he discutido con frecuencia en esta lengua de política o filosofía en la lengua internacional, he estado emocionado por tales y tales poemas originales escritos en dicha lengua por Kurzens, Kalocsay o Miyamoto Masao. Pero, ¿qué puedo contra un lingüista que no tiene necesidad de aprender una lengua para juzgar sus capacidades?
Un historiador y hombre de letras muy conocido declaró un día, con brío, en la Sociedad de Naciones, con ocasión del examen de un informe muy favorable para el Esperanto, establecido por el secretariado de dicha organización (informe pronto enterrado bajo argumentos irrefutables): en Esperanto se puede traducir todo, no se puede expresar nada. Desde luego, este señor nunca abrió un manual de Esperanto, nunca asistió a un debate en dicha lengua, pero es un hombre sano de espíritu, titular entonces, de una cátedra en una gran universidad europea. Frente a esta salud mental, ¿para qué sirve relatar mi experiencia de la realidad: tales hijos de padre francés y madre noruega cuya lengua materna es el Esperanto, tal pareja flamenco-húngara cuya sola lengua común es el Esperanto, tal expresión que alcanzo a utilizar espontáneamente en la lengua internacional y que soy incapaz de traducir en mi francés natal?
Vosotros, los que me leéis y sois sanos de espíritu, ayudadme a comprender mi enfermedad. ¿Por qué demonios soy herido en mi identidad esperantófona cuando leo lo de un diario tan serio como Le Monde, escrito con ocasión de la muerte del Presidente de la República de Austria, el Sr. Franz Jonas, que hablaba mucha soltura la lengua internacional? En ese artículo, que le fue dedicado el 25 de abril de 1974, leo: Ese handicap, junto a su gusto demasiado exteriorizado por el Esperanto y la fotografía en color, hace sonreír. ¡Cuán sutil es! ¿Cómo transmite hábilmente el periodista su mensaje, sin tocarlo a manos llenas..! Pero mi espíritu enfermo no comprende. Cuando Jonas y Tito conversaron en Esperanto, cara a cara, ¿qué se dijeron que se prestase a sonrisa?
Uno de los grandes problemas para los enfermos mentales es el de su inserción social. Existen felizmente dos salidas: las organizaciones internacionales, por una parte, y las profesiones psicológicas, por otra. Tuve la suerte de ser admitido en ambas.
Me convertí en funcionario de la ONU porque había aprendido varias lenguas. Es una complicación bastante frecuente de la enfermedad esperanto. Mis corresponsales me habían dado el gusto por las culturas extranjeras. Por otra parte, sabía por experiencia que era posible dominar otra lengua. Pero sobre todo tal es al menos la manera como explica hoy las cosas mi delirio sistemático me había condicionado en relación con mi lengua materna. Aprender una lengua supone en efecto dos operaciones, una descodificación y una recodificación. Para mí la descodificación se había hecho fácilmente. En Esperanto, las estructuras gramaticales son inmediatamente perceptibles, puesto que la lengua es completamente regular y que las relaciones entre las palabras, o, semánticamente, entre las nociones, están expresadas por terminaciones o afijos muy visibles. Yo había asimilado sin darme cuenta una gramática universal que me facilitaba de manera increíble el aprendizaje de las otras lenguas.
El francófono que aprende el alemán, por ejemplo, debe pasar de un sistema complejo, rígido y arbitrario a otro sistema complejo, rígido y arbitrario sin que nada facilite la articulación entre los dos sistemas. Para pasar del francés je vous remercie al alemán ich danke ihnen es necesario aprender a relativizar dos cosas: el lugar de las palabras en la frase y la naturaleza directa o indirecta del complemento de objeto ( ihnen es un dativo). Cuando aprendí el Esperanto, yo decía al principio, según la estructura francesa, mi vin dankas, pero no tardé en notar en los libros o revistas que leía, en las cartas de mis corresponsales o en los enunciados de mis interlocutores, que no había nada de incongruente en decir mi dankas vin, mi al vi dankas, o mi dankas al vi. El descondicionamiento estaba operado. Todos saben que es mucho más fácil aprender la segunda lengua extranjera que la primera. ¿Por qué? Porque la etapa de descodificación se ha franqueado. Como las estructuras lingüísticas aparecen de manera concreta en Esperanto, la descodificación con ayuda de esta lengua es particularmente útil. Aprender el Esperanto es a la vez asimilar un núcleo de vocabulario extranjero, hacer análisis gramatical y adquirir reflejos que representan una saludable toma de distancia con relación a la lengua materna.
A pesar de estas explicaciones delirantes, me convertí en funcionario de la ONU. Había apenas llegado a la gran casa de cristal, cuando ya se me enviaba a sesión: estaba encargado de establecer el informe analítico de una pequeña reunión. Algún tiempo antes de mi partida para Nueva York había participado yo en una reunión esperantista. Había un japonés, un húngaro, un brasileño, un belga francófono, un islandés... El japonés había comenzado a aprender el Esperanto dos años antes; el húngaro , nueve meses antes de la reunión; los otros, no sé. El recuerdo de los debates animados, espontáneos, vivos, llenos de humor, resuenan todavía en mis oídos. Con esta deformación, extracto de una vivencia patológica penetré en la pequeña sala de reunión a donde me enviaba mi jefe onusino. El azar quiso que hubiera allí también un húngaro, un brasileño y un japonés, pero los otros eran un francés, un americano, un soviético y un sirio. Era extraordinario. Se les distribuía documentos en cuatro lenguas diferentes. Hablaban delante de un micrófono y tenían sobre los oídos auriculares por los cuales unos intérpretes les susurraban en una lengua generalmente diferente de la suya lo que se decía en la sesión. Para estas siete personas había ocho intérpretes y un técnico. El francés era un meridional lleno de verborrea que no cesaba de decir bromas e intentar meter en esta reunión severa un elemento de fantasía. En su entusiasmo risueño, tenía tendencia a dar codazos a su vecino soviético o a tirarle de la manga, sonriendo a más no poder. No olvidaré nunca su cara cada vez más decepcionada al ver que el soviético no reaccionaba. Es que había un retraso de un cuarto , de medio minuto entre la frase humorística del francés y la sonrisa divertida del ruso. El brasileño no sonrió jamás. No porque fuera de humor triste, sino que, aunque de lengua portuguesa, él escuchaba a la intérprete española, y esta joven no estaba inspirada: las finezas del francés eran, en la lengua de Cervantes, ya omitidas, o tristemente mistificadas.
El momento más interesante para este loco que soy yo fue el descanso. Todo el mundo pasó a una pequeña sala vecina donde se habían servido unos bocadillos. Saboreando sus naranjada o su café, los expertos (eran todos universitarios de alto vuelo) se miraban sin decir una palabra o rezongaban una jerga que se parecía de muy lejos a la lengua de Shakespeare. Con frecuencia nos pedían traducir frase tras frase lo que ellos se querían decir. Sorprendido por esta manera de proceder, mi espíritu enfermo emitió una hipótesis: sin duda estos señores no tuvieron tiempo de aprender una lengua donde la relación entre la inversión en energía y la eficacia fuese óptima para la comunicación. Les interrogué, pues, uno tras otro. El húngaro había invertido siete u ocho años en llegar a un nivel bastante lamentable de expresarse en ruso. El japonés había aprendido inglés durante diez años, dando todavía un enorme trabajo a los intérpretes por culpa de su acento (recuerdo que no se sabía nunca si decía primero [first] o tercero [third], pues pronunciaba una f que parecía una z española).
Las gentes sanas de espíritu son verdaderamente raras. Así, ellos habían pasado un tiempo aprendiendo unas lenguas que no dominaban y que no les permitían comprenderse directamente. Pero allí donde verdaderamente chocaron como contra un muro las limitaciones que engendra mi tara mental fue cuando me informé sobre el aspecto financiero del problema. Para la reunión en Esperanto a la que la que había asistido antes de mi salida hacia la ONU, los gastos lingüísticos se elevaron a cero francos con cero céntimos. Aquí, para entenderse mal, gastaron una fortuna.
Emprendí algunas pesquisas a tal respecto, pero no tuve la fuerza de proseguirlas. Lástima. Los presupuestos de las organizaciones internacionales son muy interesantes. En el año de mis búsquedas, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo que tuvo lugar en Nueva Delhí costó ocho millones de francos suizos. De esta cifra, cuatro millones estuvieron dedicados exclusivamente al sistema multilingüe empleado, y esta suma no comprendía ni la multiplicidad de gastos de electricidad, de papel, de amortización de las máquinas de escribir u otro material, ni los gastos ocasionados por el reclutamiento de 190 intérpretes, revisores y traductores temporales contratados especialmente para la Conferencia al precio de mil dificultades.
Me confieso vencido. Mi deficiencia mental me impide comprender porqué el contribuyente sano de espíritu acepta financiar tales operaciones. Se trataba de una conferencia para el desarrollo. ¿No existiría un mejor uso de esos cuatro millones que en la traducción, interpretación y mecanografía multilingüe, operación puramente estéril, puesto que en el mundo de locos donde vivo, nuestras reuniones internacionales prescinden muy de ello y la comunicación en ellas es mejor?
Traté de trasladar mi experiencia a las personas competentes, pero vi contraerse las caras, las cejas fruncirse, unas sonrisas irónicas dibujarse... Las gentes sanas de espíritu saben que el Esperanto es cosa poco seria, una manía de algunos chiflados.
Hay dos soluciones al problema de la comunicación entre extranjeros: la de gentes sanas de espíritu consiste en estropear lenguas difíciles como el inglés y el francés, después de años y años de estudio, en reuniones donde reina una bonita desigualdad lingüística y donde de todas maneras no se entienden sin intérpretes ni traductores. Esta solución es muy superior a la de los locos, sobre todo en dinero. La solución facilitada por los enfermos mentales de mi categoría consiste en aceptar para las relaciones entre extranjeros una lengua bien adaptada a las exigencias de la psique humana, para que las personas de todas las culturas puedan sentirse a sus anchas. En efecto, ¿qué es lo que inhibe la expresión lingüística? Las dificultades de la gramática y del uso, la falta de la palabra correspondiente al concepto. En una lengua como el Esperanto, donde se necesitan cinco segundos para aprender a formar el plural de todos los substantivos, cinco segundos para aprender a formar el presente de indicativo (o el futuro, o el condicional...) de todos los verbos, en todas las personas, cinco segundos para aprender a formar un adjetivo a partir de un nombre y al revés, el rendimiento de cada minuto de aprendizaje es extraordinario y la expresión lingüística es insuperablemente desahogada. Qué sentimiento agradable no tenerse que preguntar en todo instante si se dice vous disez o vous dites, on the bus o in the bus, er helft micht o er hilft mir...
Nosotros los locos tenemos igual facilidad para el vocabulario. Necesitamos cinco segundos para aprender a formar caballeriza, perrera y pocilga (ĉevalejo, hundejo, porkejo) a partir de caballo, perro y cerdo (ĉevalo, hundo, porko), otros cinco para aprender a formar yegua, perra y cerda (ĉevalino, hundino, porkino), y otros cinco segundos para saber decir potro, cachorro y lechón (ĉevalido, hundido, porkido). Si se desea aventurarse, allí está la palabra, inmediatamente presente al espíritu, mientras que en inglés o en alemán, incluso después de diez años de estudio...
Es necesario estar loco como yo para juzgar preferible comunicarse entre extranjeros con espontaneidad, sin gastar un céntimo después de un aprendizaje de duración razonable. (Se necesitan CIENTO SESENTA Y SIETE horas para llegar en Esperanto a un nivel que exige en inglés MIL SETECIENTAS horas de estudio, lo que no es nada sorprendente si se consideran que el 80% al 90% de las dificultades de una lengua no incorporan nada a la comunicación). ¿Para qué demonios adoptar una solución tan sencilla, cuando es posible elegir una mucho más complicada, que por añadidura confiere a algunas lenguas un estatuto privilegiado, con todas las consecuencias económicas y políticas que ello lleva consigo?
Nosotros, los locos, estamos todos sobre el mismo pie, con su acento extranjero cada uno, cada uno utilizando una lengua que no es la de su país. Entre los sanos de espíritu, el delegado noruego o finés, el húngaro y el mongol, el griego y el portugués hablan una lengua extranjera, mientras que el inglés, el americano, el francés, el ruso, utilizan su propio idioma. ¡Qué ventaja sobre los otros! ¡Qué arma temible en los debates donde el ridículo es tan importante!
Un día, en mi delirio, relaté la experiencia vivida por mí, francófono impenitente: en Bélgica, los únicos flamencos con quienes no experimento ninguna molestia en la comunicación, ni lingüística ni psicológica, son aquellos con quienes hablo en Esperanto. Las personas normales que me rodeaban sacudieron la cabeza con piedad. Sabía lo que ellos pensaban: ¡Pobre individuo! Es buena persona, pero... ¡Qué idea extravagante la mía! Pero mi delirio no me impide comprenderles. Les oigo gritar: ¡Derecho del suelo! ¡Derecho de la mayoría! Y veo cerrarse los puños, contraerse los rostros, y tales candidaturas eliminadas de oficio...
Hay que estar loco para proponer como solución una lengua artificial, como dicen las gentes de espíritu sano. Es cierto que ella es artificial. Cuando bromeamos cinco de cinco países diferentes alrededor de un simpático chato de vino, basta vernos y oír la rapidez de nuestra facundia para comprender cuán chiflados estamos en nuestra artificialidad. Mientras que con sus hilos, sus micrófonos, sus botones sectores y sus decenas de traductores que se afanan durante toda una noche entre bastidores para que los documentos salgan en todas las lenguas de trabajo para la sesión de la mañana, la gente sana de espíritu ha encontrado la solución natural. El micro, la cabina de intérpretes, los auriculares: he ahí a la naturaleza. ¿La boca y los oídos sin intermediarios! ¡Qué horror! ¿Está usted loco?
¡Estoy loco! Veo muy bien sus sonrisas. Ustedes son atentos, gracias. Pero no traten de convencerme. Hace demasiado tiempo que eso dura. Me temo que mi caso sea desesperado.
Claude Piron
Traducido del francés por Francisco Zaragoza Ruiz
Traducido a HTML por Jesuo de las Heras Jiménez